Según los datos aportados hace ya algún tiempo por el principal diario belga, el 75% de la población de Bruselas es inmigrante o descendiente de inmigrantes. El mismo medio hablaba de “una bomba social, que nadie quería ver y gestionar”. Ahora, sin embargo, estarán forzados a verla, aunque podría ser demasiado tarde para gestionarla. Los atentados en la capital belga son, desgraciadamente, sólo una confirmación de cuanto ya se sabía. Y es interesante darse cuenta de cómo los nuevos ataques suceden días después de operaciones policiales, una de las cuales ha entregado a la justicia al súper-buscado Salah-Abdeslam.
Molenbeek, el barrio gueto de Bruselas, es una zona rastreada palmo a palmo desde hace semanas y controlada de manera constante. Y sin embargo, han sido capaces de organizar un nuevo atentado en distintas partes de la ciudad, en el área metropolitana y en el aeropuerto, es decir, dos zonas sensibles ya tenidas en cuenta por las fuerzas del orden. Esto nos da el pulso de la situación: algo hay que hacer con un cáncer que ha afectado a cada ganglio vital del organismo y que goza de extensísima protección etno-comunitaria.
¿Acaso no ha podido convivir Salah en su barrio de nacimiento durante cuatro meses, protegido por amigos y parientes? El mismo currículo personal del terrorista y de los otros matones que han atacado París es elocuente: se pasa, sin solución de continuidad, de la vida de desorientado que juega a la Playstation en la tienda, de los pequeños hurtos, a la criminalidad y al terrorismo. Y se vuelve para buscar abrigo al tejido criminal de la periferia, después de haber asesinado en nombre de una malinterpretada “guerra santa”. Parece claro pues que los terroristas no son individuos aislados, ni locos alterados que nacen aquí y allá sin criterio y ni razón. Son, desgraciadamente, los hijos de un modelo de sociedad nacido “con las mejores intenciones” y convertido en un gueto a cielo descubierto.
Obviamente ese 75% de habitantes de Bruselas que provienen directa o indirectamente de la inmigración no son todos terroristas. Muchos son individuos pacíficos y, como suele decirse en estos casos, “integrados”. Es lógico suponer que una parte de esa inmigración son los descendientes de los italianos que décadas atrás marchaban a Bélgica para trabajar y, quizás, a hacer grietas como topos en las minas (no es que fuese honorable, para la Italia de entonces y la de ahora, ver emigrar tantos brazos y tantas cabezas, dicho sea).
Que entre los inmigrantes y los terroristas no hay una equivalencia plena y matemática es una cosa bastante obvia. Pero es también obvio que no se puede deconstruir hasta el infinito el tejido social de una civilización sin pagar sus consecuencias. Bruselas ha sido durante años el “modelo multicultural” en el cual inspirarse para nuestro radiante devenir de colores. Y contrariamente, se ha convertido en el modelo de un fracaso hacia el que nos estamos dirigiendo a pasos agigantados, también nosotros que estábamos a tiempo de evitarlo, por culpa de una casta de aprendices de brujo que odia a Europa (a la auténtica), a Italia y a cada destello de orden.
Adriano Scianca
@AdrianoScianca
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