El pasado 5 de diciembre falleció Nelson Mandela, un conspicuo Premio Nobel de la Paz, reconocimiento que se le otorgó en 1.993 conjuntamente con Frederik de Klerk, presidente sudafricano. Todo han sido parabienes para él, como es propio de los abundantes alabadores que siempre se postran a los pies de los catafalcos, llegando a estomagar a los que tuviesen tiempo y paciencia para escuchar tamaño cúmulo de maniqueas alabanzas. Casi un centenar de jefes de estado y de gobierno se desplazaron a los funerales, y entre ellos sanguinarios dictadores, como Raúl Castro, que dedicaron al finado grandilocuentes frases henchidas de resonantes palabras como democracia, libertad, revolución. Todos se olvidaron del pasado terrorista del personaje que estaba de cuerpo presente.
Nelson Mandela fue el fundador en 1.961 del brazo armado del Congreso Nacional Africano, denominado “Umkhonto we Sizwe” (Lanza de la Nación), tras hacer un encendido llamamiento a la lucha armada en la Conferencia Pan-Africana de ese mismo año. Tras ello, «La Pimpinela Negra», que ese era el alias terrorista de Mandela, recibió entrenamiento militar de guerrilleros argelinos en el desierto del Sáhara y también en la región etíope del Kolfe. A partir de entonces, en una primera fase, la organización terrorista perpetró todo tipo de atentados con bomba, tanto contra infraestructuras como contra instalaciones oficiales y comerciales. No tardaron en llegar los delitos de sangre y, cuando el enfrentamiento se enconó, fueron asesinadas miles de personas, la mayoría negros, pues los terroristas del CNA eliminaban a todos aquellos que se les oponían o mostraban discrepancia, siendo habitual el espectáculo de los asesinatos públicos colocando a la víctima un neumático por el cuello, incrustarlo después hasta la cintura aprisionando los brazos, hacer pasear al condenado por las calles y después prenderle fuego con gasolina. Así mantenían el terror y la fidelidad de los indecisos y el control total sobre los barrios negros. También se prodigaron los ataques a las granjas propiedad de blancos, a los que masacraban sin piedad con la intención de amedrentarles para que abandonasen el campo. Fue Mandela el ideólogo e instigador de este brutal terrorismo. Después, ya en la cárcel, cuando en reiteradas ocasiones se le ofreció la libertad a cambio de que renunciara a la lucha armada, nunca lo hizo, y en la década de los 80 el CNA era considerado como terrorista en Estados Unidos y Gran Bretaña. Nelson Mandela sólo llamó al fin del terrorismo una vez libre en 1.992, cuando le interesó políticamente porque su organización, el Congreso Nacional Africano, estaba enfrascada en una sanguinaria guerra civil con el partido zulú Inkata, y además se producían violentos y letales enfrentamientos con los blancos, por lo que estaba a punto de fracasar el proceso iniciado para terminar con el «apartheid» alejándole del poder. Mandela comprendió entonces que, para avanzar y conseguir sus objetivos, debía llamar al fin del terrorismo, y que la sola amenaza de que regresase a la violencia serviría para presionar a sus adversarios y conseguir concesiones. Así fue y triunfó en su estrategia ¿No recuerda esta maniobra a otra organización terrorista más próxima en el tiempo y en el espacio?
Este borrón y cuenta nueva, ese archivo de los más negros episodios que ensombrecen el historial de venerados personajes, este premiar y alabar un cambio que no proviene de la virtud, sino del interés y de la necesidad, no es prodigio que solamente se produce en Nelson Mandela, sino que alcanza también a otros galardonados con el Premio Nobel de la Paz. Pienso que es conveniente acordarse de otro caso que no desmerece en sanguinarios méritos al líder sudafricano: el terrorista judío Menagem Begin.
Menagem Begin fue premiado en 1.978, cuando era primer ministro de Israel, conjuntamente con Anuar al Sadat, presidente de Egipto, en reconocimiento a la firma de los Acuerdos de Camp David, que establecieron la paz entre los dos países. Muchas personas sólo conocen esta supuesta cara amable de Begin como negociador, pero el político judío había sido un sanguinario terrorista. Nacido en la localidad de Brest Litovsk, en la actual Bielorrusia, desde su adolescencia fue un sionista radical, y lo manifestó a los 16 años militando en el movimiento Betar, fundado por el ruso nacionalsionista Vladimir Jabotinsky, organizador de grupos judíos de resistencia en la Unión Soviética contra los pogromos que practicaban las autoridades rojas. Menagen Begin llegó a liderar al grupo Betar en Polonia en 1.939 tras licenciarse en Derecho, y a cuyos miembros sometió a entrenamiento militar. Tras pasar por las cárceles de la Unión Soviética, pues fue detenido por las autoridades de dicho país al comenzar la II Guerra Mundial, fue liberado en 1.941 y se alistó en fuerzas polacas libres que luchaban contra los alemanes. En 1.942 se trasladó a Palestina como militar, contactando inmediatamente con la organización terrorista sionista Irgun Tzevai Leumi Eretz Israel (Organización Militar Nacional en la Tierra de Israel), más conocida simplemente por Irgun, que era en realidad una segunda marca de la Haganá, el ejército clandestino judío en Palestina, y era utilizado para realizar los ataques más sangrientos. Begin abandonó el Ejército y se integró en la banda armada. A comienzos de 1.944 Begin ya era el líder de Irgun e inició una campaña contra las autoridades del Mandato Británico de Palestina y contra el Ejército británico, atacando con bombas comisarías, centros de inmigración y unidades militares, sin dejar de realizar acciones contra las aldeas palestinas, donde masacraban a los civiles que encontraban a su paso. Irgun ya había cometido muchos asesinatos en la década anterior, antes de la llegada de Begin, pero con él alcanzó el más alto grado de vesania terrorista, que se aceleró en los dos años finales antes de la independencia de Israel. En julio de 1.946 es atacado el Hotel Rey David, que era la sede del Mandato Británico, colocando los terroristas judíos, disfrazados de lecheros, varias cargas camufladas en recipientes de leche. La detonación destruyó el edificio muriendo 91 personas, resultando heridas 46 y declarándose desaparecidas a otras 29. En noviembre de 1.947, cuando los británicos deciden abandonar Palestina, Irgun y la Banda de Stern se unen a la Haganá y, actuando todos juntos, el día de Nochevieja, atacan varias aldeas en las cercanías de Haifa asesinado a 60 palestinos. Las operaciones de limpieza para desplazar a los palestinos, lo que ahora se denomina rimbombantemente «limpieza étnica», se suceden y aceleran según se acerca el momento de la fundación del Estado de Israel, y en abril de 1.948 atacan la aldea palestina de Deir Yasin asesinado a dos centenares de personas. El terror infundido provoca el éxodo de 700.000 palestinos. En mayo de 1.948 los terroristas del Irgun, al igual que los de la Banda de Stern y de la Haganá, se integraron en el Tzahal, el recién creado Ejército del Israel independiente. Tras la independencia Menagem Begin fundó el Partido Herut que, más tarde, sería el partido más importante de la coalición Likud que alcanzó el poder en 1.977, convirtiéndose Begin en Primer Ministro de Israel. Este es el personaje y sus «hazañas» que fueron premiadas en 1.978 con el Premio Nobel de la Paz.
Aunque los casos enumerados son los más escarnecedores de cualquier persona amante de la verdad, el caso del actual presidente estadounidense, Barack Hussein Obama, es el más extraordinario de todos los premiados, pues se le concedió el Premio Nobel de la Paz preventivamente, sin haberle dado tiempo a lograr éxito alguno que no fuera ganar las elecciones con promesas que aún no ha cumplido. Sin duda el jurado decidió evitarse el trabajo de tener que ocultar las matanzas que el Ejército y los servicios secretos de Estados Unidos, siguiendo su tradición, y bajo las órdenes de su jefe supremo, el Presidente, seguirían perpetrando a lo largo y ancho del mundo como auténticos corsarios terroristas. Así no tendrían que verse en el brete de obviar el apoyo a los bombardeos en Libia y la ayuda a los islamistas sirios a través de Turquía, o el mantenimiento de la prisión de Guantánamo, además de todos los futuros y previsibles crímenes de guerra que se estila practicar desde la Casa Blanca desde hace más de un siglo en sus diferentes conflagraciones bélicas.
Así podríamos entrar en el capítulo de presidentes de Estados Unidos premiados con el Nobel de la Paz, cuando una de sus especialidades fueron las invasiones de países, el terrorismo de estado, la justificación de invasiones con pruebas falsas y la manipulación de los medios de comunicación para sus propios intereses. No es necesario ser prolijo, pero es conveniente recordarlos.
Theodore Roosevelt fue la personificación de todos los rancios tópicos estadounidenses, desde sus comportamientos de «cow-boy», hasta el hecho de que su adinerada familia le comprase, siendo muy joven, un puesto en la Asamblea Estatal de New York, a la que accedió a la edad de 23 años por el Partido Republicano. Cuando estallo la Guerra Hispano-Estadounidense, Roosevelt ocupaba el Departamento de Marina, lo que le hace responsable directo del montaje de la explosión en el Maine, que se atribuyó falsamente a los españoles, así como de la campaña de prensa que se montó contra España, en la que participó también, de manera fundamental, el empresario periodístico Hearst. Organizó una unidad militar, denominada Rough Riders, con la que combatió contra los españoles en Cuba, y que fue responsable de comportamientos contrarios a la leyes de la guerra. En 1901, siendo Vicepresidente, y al ser asesinado por un anarquista el presidente William McKinley, Roosevelt accede a la Presidencia a la edad de 42 años. Su política fue fuertemente militarista y expansionista, hasta el punto que su doctrina internacional fue conocida como la del Big Stick (Gran Garrote). También anunció sin complejos que Estados Unidos intervendría en cualquier lugar del mundo para ampliar sus dominios o para defender sus intereses. Cuando Estados Unidos deseaba construir un canal en el istmo de Panamá, perteneciente a Colombia, y dado que ésta no aceptaba el plan estadounidense, Roosevelt fomentó la secesión de Panamá en 1903 y envió a su Ejército a apoyarla, haciéndose con el control de la construcción y explotación del canal interoceánico. En 1905 invadió la República Dominicana. Debido a que negoció el fin de la Guerra Ruso-Japonesa (1905), hecho que sólo demostró su afán intervencionista a nivel mundial, le fue concedido el Premio Nobel de la Paz en 1906.
Woodrow Wilson fue galardonado en 1.919 por su impulso de la Sociedad de Naciones y por la promoción de la paz a través del Tratado de Versalles a la finalización de la I Guerra Mundial, cuando ese nefasto tratado, una venganza sin cuento contra Alemania, fue el principal causante de la II Guerra Mundial. Además, durante su mandato, Estados Unidos invadió México en 1.914, Haití en 1.915, y la República Dominicana en 1916, que ya soportaba la segunda intervención estadounidense tras la llevada a cabo por el anterior presidente, Theodore Roosevelt en 1905, países todos donde impuso la dictadura de los bancos y las compañías comerciales e industriales estadounidenses para robar sus recursos naturales e instaurar un dominio continental.
Jimmy Carter, al que se le concedió el Premio Nobel de la Paz en 2.002, se le reconocieron entonces méritos por impulsar soluciones negociadas a diversos conflictos internacionales y coadyuvar para la implantación de la democracia en países donde no existía, así como ser motor de desarrollo social y económico. A pesar de la buena prensa que siempre ha tenido el único periodo presidencial del cacahuatero del sur, Carter continuó practicando la política intervencionista de Estados Unidos, y tiene en su haber el comienzo de la ayuda, con fondos y armas, a los guerrilleros islamistas en Afganistán, que terminaría teniendo nefastas consecuencias para Estados Unidos y para el mundo con el incremento del terrorismo islamista que aún hoy padecemos. Carter también manifestó su decidida intención de intervenir directamente, si fuera necesario, para controlar la producción de petróleo en Oriente Medio si consideraba que escapaba de manos estadounidenses. Fue, por tanto, Jimmy Carter un intervencionista más, un terrorista de estado con modales de caballero del sur, comportamientos que ocultaba bajo un rostro de amabilidad y de compromiso cristiano, tantas veces caretas utilizadas por el imperialismo yanqui.
Todo lo expuesto anteriormente conduce a pensar que para conseguir el preciado galardón no sólo se necesitan renombradas hazañas pacifistas, ni gloriosas negociaciones que finiquiten algún enquistado conflicto, ni beatíficas intenciones, sino que puntúa mucho el haber masacrado y asesinado con saña antes de arrepentirse por interés político. No se puede ocultar que haber llegado a esa conclusión produce escalofríos, y es que el terrorismo ha sido premiado en ocasiones con los más excelsos honores y también ha triunfado en muchas otras, de lo que se colige que es altamente probable que vuelva a hacerlo en el futuro, siempre que ese triunfo impulse el progreso adecuado de los planes trazados por las alianzas político-financieras proclives a la mundialización.
Esos aberrantes reconocimientos han desacreditado, desde hace muchos años, al Premio Nobel de la Paz, que se entrega por intereses políticos, y con independencia de los crímenes perpetrados, a aquellos que han prestado sustanciales servicios a la élite dominante, convirtiéndose en una maniobra propagandística más de los impulsores de la globalización, del mestizaje y del multiculturalismo, decorados todos del escenario de un futuro gobierno mundial, aspiración de los judeo-masones que manejan desde la sombra los hilos de las marionetas.
Manuel Montes